Alguien morirá mañana

Alguien morirá mañana

Un cuento de Dany Azzaroni

Desde que recibí el primer e-mail hasta la muerte de Marcelo Biassone había pasado muy poco tiempo. Lo supe cuando cotejé la fecha del mensaje con la del diario.

Había olvidado el asunto cuando llegó el segundo. Al igual que el primero, anunciaba escuetamente “el Dr. Albino morirá pasado mañana”. La curiosidad me llevó, al cabo de dos días, a buscarlo en la guía telefónica. Supe que era médico y llamé a su consultorio para pedir un turno. La voz de alguien que sonaba muy apesadumbrado me informó que el doctor había fallecido. Ahí fué cuando apareció Giaccobe con el aviso fúnebre que informaba el deceso del pobre Biassone.

Los mails tenían la firma de “elremitente@citymail.com”, una de esas casillas que pueden abrirse en forma anónima y operar desde cualquier locutorio sin dejar rastro alguno.

Llevo una vida de trabajo y preocupaciones. El asunto me impresionó pero no podía dedicarle tiempo, casi me sentía culpable por esa pequeña investigación y fastidiado por ser elegido para tan pesado informe.

Habrán pasado dos meses. Mentiría si dijera que olvidé el hecho. Le pedí a Giaccobe que no lo comentara con nadie. Me habré detenido alguna noche de insomnio a calcular que relación unía a los dos muertos entre sí y conmigo, si habrían sido asesinados y por qué.

Una mañana encontré el tercer mensaje. Peláez, así a secas, como si se tratara de un viejo conocido, sería el próximo. La tentación de encontrarlo antes de que muriera fué fuerte. El remitente sabía que eso iba a pasarme, por eso no aportaba más datos.

Mi día de trabajo se desvió de sus carriles normales. Decenas de carpetas atrasadas se fueron apilando en mi escritorio mientras yo recavaba datos suficientes como para adivinar a qué Peláez se refería. En la guía telefónica había unos cuantos.

Llamé a los cinco Peláez que tenían nombre de varón. Uno de los teléfonos estaba restringido por falta de pago, en dos había un contestador en los que, claro, no dejé mensaje alguno. En los dos siguientes escuché la voz de un hombre mayor y la de una nena de unos cinco años. De más está decir que corté en el oído de esas dos personas sin decir palabra. ¿Que tenía para decirles? Aún teniendo la certeza de que fueran el objeto del mail no tenía una teoría coherente para transmitirles.

Luego de una calurosa noche de vigilia, llegué a mi trabajo frustrado y dolorido como si la muerte del indefinido Peláez fuera mi responsabilidad.

Pasó otro día. Al salir de la oficina avisé a mi familia que llegaría tarde y me interné en un bar del centro con los diarios del día.

Revisé primero los avisos fúnebres, luego las noticias policiales que se refirieran a una muerte. Nada. Ni rastros del tal Peláez.

A las diez terminé en el baño de aquel bar mojándome la nuca con agua fría. El espejo me devolvía una imagen patética. Barba de dos días, ojeras pronunciadas y las córneas derramadas en rojo.

Dos hombres de traje entraron y se dirigieron a los mingitorios, hablando de sus cosas con voz estentórea. Ya me iba de ese lugar, cuando escuché “¿a que no sabés quién se murio anoche? El gordo Peláez”.

Estuve a punto de meterme en la conversación, pero no me animé. Los hombres se fueron y luego ni siquiera los ví sentados a la barra.

Mi vida ya no era la misma y eso era innegable. Estaba demasiado comprometido con el caso. Nunca antes me había visto envuelto en algo similar, mi contacto con la muerte había sido magro, lejano.

Pensé durante varias noches que sucedería si iba con la policia. Me dió pánico pensar que podría verme implicado en el caso. Me ví acusado de haber enviado esos mails para borrar toda sospecha.

Me rondaba inevitablemente el fantasma del asesinato en serie. Nadie había mencionado siquiera un homicidio, pero era la única forma que cualquiera tiene para afirmar cuando morirá una persona.

El móvil de un asesino serial está siempre presente, por inconexas que parezcan las muertes. Pensé con amargura que el único factor común entre Biassone, Albino y Peláez era yo.

De este último no tenía noticias. Sólo sabía que le decían el gordo, aunque quizás ni lo fuera.

La semana siguiente caí enfermo tres días. El segundo presentí algo terrible

Al volver al trabajo aquel jueves encontré un mail fechado el miércoles. Mario Vigna ya estaría muerto, según el mensaje.

Sin haberme sanado del todo, terminé la noche siguiente en el velatorio de Vigna. Lo que ví fueron rostros desconocidos. Me infiltré en todos los grupos, escuché conversaciones. En ninguna se enunciaba de manera entendible las causas de la muerte, como si fuera un dato demasiado sabido como para repetirlo. Nadie mencionó siquiera a los demás. Quizás no tuvieran relación entre sí, aunque yo conocía (o palpitaba) un tremendo secreto.

Solo una frase común no escuché aquella noche: “por lo menos no sufrió”. Algo me decía que Mario Vigna había agonizado. Los ojos enrojecidos de sus allegados no parecían de sorpresa, sino de desahogo. Lo imaginé en coma. Eso torcía sensiblemente el rumbo de mis elucubraciones.

Uno de los puntos más oscuros lo constituía el gordo Peláez. Volví al bar donde aquellos hombres me revelaron su muerte. Lo hice repetidas veces, creo que durante una semana completa.

Al llegar el fin de semana mi esposa abandonó el hogar acusándome de estar viendo a otra mujer. Metió lo necesario en dos bolsos y partió con Matías a la casa de sus padres. Caí en la cuenta luego que había olvidado el cumpleaños de mi hijo. Era sólo un agravante, pero me angustió.

No lograba, sin embargo, compenetrarme demasiado con mi drama, lo veía como en una pantalla. Era consciente, además, de estar descuidando mi trabajo hasta límites impensados.

El lunes volví al bar y los dos hombres estaban ahí. Me senté a la barra al lado de ellos y pedí un whisky. “Ustedes trabajan con el gordo Peláez, ¿no?”

Se miraron nerviosos, bajaron la vista y apuraron su café. El que estaba más lejos carraspeo y me dijo “no conocemos a ningún gordo Peláez, lo lamento”. Y con un “¿vamos yendo?” se alejaron del lugar con incomodidad, luego de arrojar cinco pesos sobre el mostrador.

Así que el famoso gordo Peláez era un tipo del que no convenía hablar. Alguien peligroso, indeseable.

Lo que no pude descifrar fué la reacción de esos tipos. ¿Aquello sería simple desagrado? ¿O miedo? Me inclinaba por lo segundo. El gordo Peláez – supuse – tendría cuentas que pagar. Mis propios pensamientos empezaban a sonarme como de novela negra.

La mañana siguiente falté al trabajo. A las diez de la mañana estaba en la dirección donde tendría su consultorio el Dr. Albino. Toqué timbre y alguien me dijo por el portero “ya bajo a abrirle”. Quien apareció en la puerta de calle era una veinteañera de pelo renegrido y ojos explosivos, que dió por sentado que yo acudía al lugar por el aviso del diario. Yo – que llevaba preparado mi discurso de futuro paciente del doctor, temiendo que éste hubiera sido ginecólogo – escatimé mi respuesta, simplemente me dejé llevar por el palabrerío y la energía de la chica.

A medida que continuó con su speech supe que el departamento había sido puesto en alquiler, que ella trabajaba en una inmobiliaria, y que aquel dos ambientes pagaba solo sesenta de expensas.

Me enteré de algo. El doctor se había mudado seis meses atrás. No habló de muerte, no habló de asesinato. Simplemente de mudanza. Me fuí del departamento con el cerebro a mil.

La primera vez que había llamado a ese número me había atendido una mujer. Lo marqué y hablé con la chica de la inmobiliaria. Ella dijo haber estado de guardia mucho tiempo . El departamento tardaba en alquilarse porque los dueños pedían una suma demasiado alta.

Le pregunté si los dueños habían transferido el número hacia otro teléfono. Lo negó pero a los pocos minutos recordó una anécdota. Una mujer había visitado el lugar hacía pocas semanas. A los dos días, descubrió que el teléfono había sido transferido. Esta operación es sencilla, se realiza marcando un código desde el mismo aparato y luego el número al cual la llamada debe llegar. La chica desactivó el servicio y la línea volvió a la normalidad. Me costó que precisara la fecha del episodio, pero finalmente lo hizo. Coincidía con el día en que yo llamé a lo que creía el consultorio.

Creo que se asustó. Instintivamente se retrajo y no volvió a aportar datos. No supo decirme quién era esa mujer, como lucía, alguna seña particular. Seguramente pensó que yo era policía.

Dïas después cayó un nuevo mensaje. Decía “Laura Sardi no va a morir mañana. Tampoco pasado. Va a morir la semana que viene. Salvo, claro, que usted se interponga entre el cazador y la presa. Esa chica tiene la vida por delante. Si usted interviene, claro.”

Por primera vez respondí. Escribí una puteada en letras bien grandes y reenvié.

Lloré con amargura un rato largo. Giaccobe no preguntó.

Busqué en la guía. Había una larga columna de Sardi. Llamé a todos, en dos casas había una Laura, dije ser “un amigo” y evadí dar más datos.

Luego encontré a una de ellas. La cité en un bar. Era mansa, hablaba pausado y no se sobresaltó demasiado, creo que conectó el hecho con algún tema de trabajo. A la otra no la encontraba, le dejé el número de mi casa. Esa misma medianoche me llamó. Cité a las dos juntas.

La noche siguiente, a las siete y cuarto, me encontraba sentado a la mesa de un bar céntrico con dos mujeres que no se conocían pero compartían un nombre: Laura Sardi.

Cerca de media hora me explayé. Temía la burla, la incomprensión, el enojo. Relaté los hechos con cuidado. Una de ellas se levantó molesta de la mesa, con lágrimas en los ojos. No volví a verla. La otra, la mansita, la que contacté primero, se quedó a escucharme, con un gesto de comprensión y de inexplicable tranquilidad.

Admiré la pasividad con que Laura Sardi había tomado el asunto. Hablamos un rato largo, le expresé mi angustia y ella pareció contenerme a mí frente a aquella encrucijada.

Al rompecabezas le faltaba poco. Pero aún armado por completo, algo no encajaría. Llamé otra vez a la chica de la inmobiliaria y me dió el nuevo número del médico que había estado en aquel departamento. Se trataba del Doctor Albino, claro está. Al rato estaba hablando por teléfono con su secretaria, que me ofreció un turno con el odontólogo para la semana entrante.

Marcelo Biassone resultó ser un mecánico de la provincia y estar arreglando un Fiat Uno en el momento en que fuí a conocerlo. Me contó los problemas que le había traído aquel extraño aviso en la sección fúnebre, donde se lo informaba muerto.

Llegué a un conclusión. Los nombres habían sido elegidos al azar. ¿Como sabía el remitente que yo no buscaría a Biassone en la guía? Sencillo. Biassone no tenía teléfono. Mi informante, sin embargo, no contaba con una copia pirata del padrón electoral en cd-rom que había llegado a mis manos en esos días.

El remitente me había ido llevando. No encontraría el teléfono de Biassone, y eso me llevaría al diario. El médico estaba más a la vista, tenía su nombre destacado en la guía telefónica. Me sentí observado. Intuí que aquella voz anónima me observaba desde algún lugar. Más aún. Me manejaba.

Faltaba, como de costumbre, un dato certero sobre el gordo Peláez. Solo quedaba fuera de la teoría el pobre Mario Vigna, a quien yo mismo había visto yacer en un cajón.

Me acerqué a su familia fingiendo ser un compañero de secundaria. Ahí supe que Mario – tal como supuse – había agonizado durante largas semanas. El dato más interesante era la fecha exacta de su muerte. Había caído miércoles. El mismo día en el que yo recibí el mail informando de su muerte.

Recordé algo. Yo no estuve presente en la oficina hasta el jueves. El remitente sabía que yo no había ido a trabajar en esos días.

Recapitulé. Biassone y el médico estaban más vivos que yo. Vigna de todos modos iba a morir. El gordo Peláez quizás no existía. Me quedaba Laura Sardi como un enorme interrogante, pero los cálculos me dejaban más tranquilos.

Llamé a Laura y una hora después estaba tocando el timbre de su departamento.

La probé. Le informé que había constatado la horrible muerte de todos los demás. No pareció asustarse demasiado. Le robé una foto que luego le mostré a la chica de la inmobiliaria. Era ella quien había visitado el departamento y – probablemente- quien había derivado el teléfono.

Volví al departamento de Laura Sardi. El lugar estaba alborotado por policías, ambulancias y curiosos de paso. Fué ella a quien se llevaban en una camilla, con la cabeza ensangrentada, casi deshecha.

Sabía que la mañana siguiente el último mail del remitente aparecería en mi pantalla.

“Quería que supieras qué es sentirse culpable de la muerte de alguien.

Eras un pendejo cuando te subiste a esa moto absolutamente borracho. Fuiste a dar contra las ruedas de un coche, tu amigo murió en el acto. ¿Sos conciente de que fué tu culpa? Si. Sé que lo sos. Pasaste por víctima en aquel caso.

Mi madre lo perdió todo en el juicio y nunca superó la idea de haber matado a un adolescente (hasta ella se creyó esa farsa). Tampoco yo – en aquel entonces una nena de ocho años – pude superar la escena. Finalmente, la pobre se quitó la vida el año pasado.

Nunca creí – te aseguro – que un infeliz como vos iba a llegar tan lejos. El trabajo más fino lo hizo el bueno de Giaccobe. A ese chico lo manejé desde la cama, fue fácil. No tuvo mala intención hacia vos. Cree que todo esto es una joda. Los muchachos que te hicieron el entre con el inexistente gordo Peláez también.

Me puse en la lista sólo por jugar, para sentir tu cobardía en carne propia, pero – contra todos mis cálculos – apareciste.

De modo que ibas a descubrir que el remitente había fallado la mayoría de sus predicciones, la única cierta era simplemente una noticia. Una triste noticia. Otro ser querido que perdí.

Fué así que decidí defender el último dato. Laura Sardi moriría esta semana. Y ya estamos a viernes. No hay tiempo que perder. Te deseo suerte. La vas a necesitar. Va a ser horrible vivir sin alma.

Pero no desesperes. La clave de mi casilla de mails es mi propio nombre escrito de corrido. Entrá y enviate un mail al trabajo. Siempre podés ser vos el próximo. Laura Sardi”